Es bien sabido que las grandes obras de muchos escritores
fueron creadas en sus estepas de vida más oscuras y tristes.
Horacio Quiroga no es la excepción. Las primeras obras de Quiroga eran fabulas
para niños que hablaban de la responsabilidad como en su conocida fabula
llamada "La abeja haragana". sin embargo, las tragedias marcaron la
vida del escritor: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y
posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató
accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferrando.
Su literatura pasaron de cuentos inocentes a historias que
hablaban del amor, la locura, el miedo y la desesperación.
Este es uno de mis favoritos...
MAS ALLÁ
Yo
estaba desesperada -dijo la voz-. Mis padres se oponían rotundamente a que
tuviera amores con él, y habían llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos
días no me dejaban ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante
parado en la esquina, aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!
Yo le había dicho a mamá la semana antes:
-¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así?
¿Tienen algo que decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera
indigno de pisar esta casa, a que me visite?
Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese
momento, me detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me
empujó del hombro afuera, lanzándome de atrás:
-Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo
-¿lo oyes bien?- preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre.
Y ni una palabra más sobre esto.
Esto dijo papá.
-Muy bien -le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el
mantel mismo-: nunca más les volveré a hablar de él.
Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de
sentirme caminar y de ver lo que veía, porque en ese instante había decidido morir.
¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los
días, sabiendo que él estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que
yo! Porque papá jamás consentiría en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?,
me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo éramos tanto como él.
¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido
mamá.
-Muerta mil veces -decía él- antes que darla a ese hombre.
Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de
amar con todo mi ser sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la
puerta para verlo un instante?
Morir era preferible, sí, morir juntos.
Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que sola no
hallaba fuerzas para cumplir mi destino, sentía que una vez a su lado preferiría
mil veces la muerte juntos, a la desesperación de no volverlo a ver más.
Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos
hallábamos en el sitio convenido, y ocupábamos una pieza del mismo hotel.
No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni
tampoco feliz de morir. Era algo más fatal, más frenético, más sin remisión,
como si desde el fondo del pasado mis abuelos, mis bisabuelos, mi infancia
misma, mi primera comunión, mis ensueños, como si todo esto no hubiera tenido
otra finalidad que impulsarme al suicidio.
No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir.
Abandonábamos la vida porque ella nos había abandonado ya, al impedirnos ser el
uno del otro. En el primero, puro y último abrazo que nos dimos sobre el lecho,
vestidos y calzados como al llegar, comprendí, marcada de dicha entre sus
brazos, cuán grande hubiera sido mi felicidad de haber llegado a ser su novia,
su esposa.
A un tiempo tomamos el veneno. En el brevísimo espacio de tiempo
que media entre recibir de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas
mismas fuerzas de los abuelos que me precipitaban a morir se asomaron de golpe
al borde de mi destino a contenerme... ¡tarde ya! Bruscamente, todos los ruidos
de la calle, de la ciudad misma, cesaron. Retrocedieron vertiginosamente ante
mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si hasta ese instante el ámbito
hubiera estado lleno de mil gritos conocidos.
Permanecí dos segundos más inmóvil, con los ojos abiertos. Y de
pronto me estreché convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.
¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!
El veneno era atroz, y Luis inició él primero el paso que nos
llevaba juntos abrazados a la tumba.
-Perdóname -me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su
cuello-. Te amo tanto que te llevo conmigo.
-Y yo te amo -le respondí-, y muero contigo.
No pude hablar más. ¿Pero qué ruido de pasos, qué voces venían
del corredor a contemplar nuestra agonía? ¿Que golpes frenéticos resonaban en
la puerta misma?
-Me han seguido y nos vienen a separar... -murmuré aún-. Pero yo
soy toda tuya.
Al concluir, me di cuenta de que yo había pronunciado esas
palabras mentalmente pues en ese momento perdía el conocimiento.
***
Cuando volví en mí tuve la impresión de que iba a caer si no
buscaba donde apoyarme. Me sentía leve y tan descansada, que hasta la dulzura
de abrir los ojos me fue sensible. Yo estaba de pie, en el mismo cuarto del
hotel, recostada casi a la pared del fondo. Y allá, junto a la cama, estaba mi
madre desesperada.
¿Me habían salvado, pues? Volví la vista a todos lados, y junto
al velador, de pie como yo, lo vi a él, a Luis, que acabada de distinguirme a
su vez y venía sonriendo a mi encuentro. Fuimos rectamente uno hacia el otro, a
pesar de la gran cantidad de personas que rodeaban el lecho, y nada nos
dijimos, pues nuestros ojos expresaban toda la felicidad de habernos
encontrado.
Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa
de comprender que yo estaba como él: muerta.
Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí
el conocimiento. Habíamos perdido algo más, por dicha... Y allí, en la cama, mi
madre desesperada me sacudía a gritos mientras el mozo del hotel apartaba de mi
cabeza los brazos de mi amado.
Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamos todo
en una perspectiva nítida, pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos,
sin duda, estábamos nosotros, muertos por suicidio, rodeados por la desolación
de mis parientes, del dueño del hotel y por el vaivén de los policías. ¿Qué nos
importaba eso?
-¡Amada mía!...-me decía Luis-. ¡A qué poco precio hemos
comprado esta felicidad de ahora!
-Y yo -le respondí- te amaré siempre como te amé antes. Y no nos
separaremos más, ¿verdad?
-¡Oh, no!... Ya lo hemos probado.
-¿E irás todas las noches a visitarme?
Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos
de mamá que debían ser violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad
inerte y sin eco, como si no pudieran traspasar en más de un metro el ambiente
que rodeaba a mamá.
Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban
por fin nuestros cadáveres, y debía de haber transcurrido un largo tiempo desde
nuestra muerte, pues pudimos notar que tanto Luis como yo teníamos ya las
articulaciones muy duras y los dedos muy rígidos.
Nuestros cadáveres... ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había habido
algo de nuestra vida, nuestra ternura, en aquellos dos pesadísimos cuerpos que
bajaban por las escaleras, amenazando hacer rodar a todos con ellos?
¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más
fuerte que la vida misma, continuaba viviendo con todas las esperanzas de un
eterno amor. Antes... no había podido asomarme siquiera a la puerta para verlo;
ahora hablaría regularmente con él, pues iría a casa como novio mío.
-¿Desde cuándo irás a visitarme? -le pregunté.
-Mañana -repuso él-. Dejemos pasar hoy.
-¿Por qué mañana? -pregunté angustiada-. ¿No es lo mismo hoy?
¡Ven esta noche, Luis! ¡Tengo tantos deseos de estar a solas contigo en la
sala!
-¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?
-Sí. Hasta luego, amor mío...
Y nos separamos. Volví a casa lentamente, feliz y desahogada
como si regresara de la primera cita de amor que se repetiría esa noche.
***
A las nueve en punto corría a la puerta de calle y recibí yo
misma a mi novio. ¡Él en casa, de visita!
-¿Sabes que la sala está llena de gente? -le dije-. Pero no nos
incomodarán
-Claro que no... ¿Estás tú allí?
-Sí.
-¿Muy desfigurada?
-No mucho, ¿creerás? ¡Ven, vamos a ver!
Entramos en la sala. A pesar de la lividez de mis sienes, de las
aletas de la nariz muy tensas y las ventanillas muy negras, mi rostro era casi
el mismo que Luis esperaba ver durante horas y horas desde la esquina.
-Estás muy parecida -dijo él.
-¿Verdad? -le respondí yo, contenta. Y nos olvidamos en seguida
de todo, arrullándonos.
Por ratos, sin embargo, suspendíamos nuestra conversación y
mirábamos con curiosidad el entrar y salir de las gentes. En uno de esos
momentos llamé la atención de Luis.
-¡Mira! -le dije-. ¿Qué pasará?
En efecto, la agitación de las gentes, muy viva desde unos
minutos antes, se acentuaba con la entrada en la sala de un nuevo ataúd. Nuevas
personas, no vistas aún allí, lo acompañaban.
-Soy yo -dijo Luis con ligera sorpresa-. Vienen también mis
hermanas
-¡Mira, Luis! -observé yo-. Ponen nuestros cadáveres en el mismo
cajón ... Como estábamos al morir.
-Como debíamos estar siempre -agregó él-. Y fijando los ojos por
largo rato en el rostro excavado de dolor de sus hermanas:
-Pobres chicas... -murmuró con grave ternura. Yo me estreché a
él, ganada a mi vez por el homenaje tardío, pero sangriento de expiación, que
venciendo quién sabe qué dificultades, nos hacían mis padres enterrándonos
juntos.
Enterrándonos... ¡Qué locura! Los amantes que se han suicidado
sobre una cama de hotel, puros de cuerpo y alma, viven siempre. Nada nos ligaba
a aquellos dos fríos y duros cuerpos, ya sin nombre, en que la vida se había
roto de dolor. Y a pesar de todo, sin embargo, nos habían sido demasiado
queridos en otra existencia para que no depusiéramos una larga mirada llena de
recuerdos sobre aquellos dos cadavéricos fantasmas de un amor.
-También ellos -dijo mi amado- estarán eternamente juntos.
-Pero yo estoy contigo -murmuré yo, alzando a él mis ojos,
feliz.
Y nos olvidamos otra vez de todo.
***
Durante tres meses -prosiguió la voz- viví en plena dicha. Mi
novio me visitaba dos veces por semana. Llegaba a las nueve en punto, sin que
una sola noche se hubiera retrasado un solo segundo, y sin que una sola vez
hubiera yo dejado de ir a recibirlo a la puerta. Para retirarse no siempre
observaba mi novio igual puntualidad. Las once y media, aun las doce sonaron a
veces, sin que él se decidiera a soltarme las manos, y sin que lograra yo
arrancar mi mirada de la suya. Se iba por fin, y yo quedaba dichosamente
rendida, paseándome por la sala con la cara apoyada en la palma de la mano.
Durante el día acortaba las horas pensando en él. Iba y venía de
un cuarto a otro, asistiendo sin interés alguno al movimiento de mi familia,
aunque alguna vez me detuve en la puerta del comedor a contemplar el hosco
dolor de mamá, que rompía a veces en desesperados sollozos ante el sitio vacío
de la mesa donde se había sentado su hija menor.
Yo vivía -sobrevivía-, lo he repetido, por el amor y para el
amor. Fuera de él, de mi amado, de la presencia de su recuerdo, todo actuaba
para mí en un mundo aparte. Y aun encontrándome inmediata a mi familia, entre
ella y yo se abría un abismo invisible y transparente, que nos separaba a mil
leguas.
Salíamos también de noche, Luis y yo, como novios oficiales que
éramos. No existe paseo que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que
no hayamos deslizado nuestro idilio. De noche, cuando había luna y la
temperatura era dulce, gustábamos de extender nuestros paseos hasta las afueras
de la ciudad, donde nos sentíamos más libres, más puros y más amantes.
Una de esas noches, como nuestros pasos nos hubieran llevado a
la vista del cementerio, sentimos curiosidad de ver el sitio en que yacía bajo
tierra lo que habíamos sido. Entramos en el vasto recinto y nos detuvimos ante
un trozo de tierra sombría, donde brillaba una lápida de mármol. Ostentaba
nuestros dos solos nombres, y debajo la fecha de nuestra muerte; nada más.
-Como recuerdo de nosotros -observó Luis- no puede ser más
breve. Así y todo -añadió después de una pausa-, encierra más lágrimas y
remordimientos que muchos largos epitafios.
Dijo, y quedamos otra vez callados.
Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara
hubiéramos dado la impresión de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos
bien que lo fatuo y sin redención eran aquellos dos espectros de un doble
suicidio encerrados a nuestros pies, y la realidad, la vida depurada de
errores, elévase pura y sublimada en nosotros como dos llamas de un mismo amor.
Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la
carretera blanca nuestra felicidad sin nubes.
Ellas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda
impresión extraña, sin otro fin ni otro pensamiento que vernos para volvernos a
ver, nuestro amor ascendía, no diré sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en
que debió abrasarnos nuestro noviazgo, de haberlo conseguido en la otra vida.
Comenzamos a sentir ambos una melancolía muy dulce cuando estábamos juntos, y
muy triste cuando nos hallábamos separados. He olvidado decir que mi novio me
visitaba entonces todas las noches; pero pasábamos casi todo el tiempo sin
hablar, como si ya nuestras frases de cariño no tuvieran valor alguno para
expresar lo que sentíamos. Cada vez se retiraba él más tarde, cuando ya en casa
todos dormían, y cada vez, al irse, acortábamos más la despedida.
Salíamos y retornábamos mudos, porque yo sabía bien que lo que
él pudiera decirme no respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo
le contestaría cualquier cosa, para evitar mirarlo.
Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite
angustioso, Luis se despidió de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme
sus dos manos, y entregarle yo las mías heladas, leí en sus ojos, con una
transparencia intolerable, lo que pasaba por nosotros. Me puse pálida como la
muerte misma; y como sus manos no soltaran las mías:
-¡Luis! -murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea
buscaba desesperadamente apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo
horrible de nuestra situación, porque soltándome las manos, con un valor de que
ahora me doy cuenta, sus ojos recobraron la clara ternura de otras veces.
-Hasta mañana, amada mía -me dijo sonriendo.
-Hasta mañana, amor -murmuré yo, palideciendo todavía más al
decir esto.
Porque en ese instante acababa de comprender que no podría
pronunciar esta palabra nunca más.
Luis volvió a la noche siguiente; salimos juntos, hablamos,
hablamos como nunca antes lo habíamos hecho, y como lo hicimos en las noches
subsiguientes. Todo en vano: no podíamos mirarnos ya. Nos despedíamos
brevemente, sin darnos la mano, alejados a un metro uno del otro.
¡Ah! Preferible era...
La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su
cabeza en mis rodillas.
-Mi amor -murmuró.
-¡Cállate! -dije yo.
-Amor mío -recomenzó él.
-¡Luis! ¡Cállate! -lancé yo, aterrada-. Si repites eso otra vez
...
Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros -¡es horrible
decir esto!- se encontraron por primera vez desde muchos días atrás.
-¿Qué? -preguntó Luis-. ¿Qué pasa si repito?
-Tú lo sabes bien -respondí yo.
-¡Dímelo!
-¡Lo sabes! ¡Me muero!
Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con
tremenda fijeza. En ese tiempo pasaron por ellas, corriendo como por el hilo
del destino, infinitas historias de amor, truncas, reanudadas, rotas,
redivivas, vencidas y hundidas finalmente en el pavor de lo imposible.
-Me muero... -torné a murmurar, respondiendo con ello a su
mirada. Él lo comprendió también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis
rodillas, alzó la voz al largo rato.
-No nos queda sino una cosa que hacer... -dijo.
-Eso pienso -repuse yo.
-¿Me comprendes? -insistió Luis.
-Sí, te comprendo -contesté, deponiendo sobre su cabeza mis
manos para que me dejara incorporarme. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos
al cementerio.
¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un
suicidio la boca que podía besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión
sollozante, cuando desde el fondo de un ataúd dos espectros sustanciales nos
piden cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad! ¡Amor! ¡Palabra ya
impronunciable, si se la trocó por una copa de cianuro al goce de morir!
¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible
recordar y llorar, cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en los
brazos no es más que el espectro de un amor!
Ese beso nos cuesta la vida -concluye la voz-, y lo sabemos.
Cuando se ha muerto una vez de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al
recogerme Luis a sí, hubiera dado el alma por poder ser besada. Dentro de un
instante me besará, y lo que en nosotros fue sublime e insostenible niebla de
ficción, descenderá, se desvanecerá al contacto sustancial y siempre fiel de
nuestros restos mortales.
Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un
día capaz de elevarse sobre nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres
meses en la alucinación de un idilio, tal vez ellos, urna primitiva y esencial
de ese amor, hayan resistido a las contingencias vulgares, y nos aguarden.
De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente
ya. Sus brazos ciñen mi cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía
con una pasión tal, que me desvanezco...
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