domingo, 6 de noviembre de 2016

“El camarada que jamás odié”





Imbécil, ¿Qué me miras? Le grité con todas mis fuerzas (en la mente)
¿Acaso te burlas de mi viejo y ridículo uniforme? Cada día que pasa es exactamente igual, odio tener que estar en el mismo sitio  donde estás  tú por muchas  horas. Ya sé, seguro ya viste mis manos descuidadas,  mis uñas rotas y mis heridas de las que  no logro descifrar su origen entre mis dedos temblorosos de nervios.
Bastardo, ¿Te crees mejor que yo  sólo porque llevas puesta ropa completamente nueva y  cara? Y  quiero decirte que esa pose que tienes, como mirando a todos por debajo de ti, me parece absurda y exagerada.
Debo reconocer que eres muy apuesto y la figura que te cargas es casi perfecta, cualquier mujer quisiera un hombre como tú en casa, pero yo, no. Lo aclaro antes de que pienses  que después de tanto tiempo juntos,  comienzo a pretenderte.
Seré sincera contigo: odio tanto mirarte y sin embargo lo hago, lo hago porque debo hacerlo, debo tocarte todo el cuerpo, todos los días, y aun así no me haces sentir nada bueno, simplemente desprecio. Sin embargo, creo que te odio  porque no encuentro a quién culpar de mis desgracias.
No, ya sé por qué me causa una furia muy grande cada vez que me ves: Porque en este lugar tan concurrido, donde las paredes se vuelven mis confidentes, donde a lo lejos se escucha música que nadie entiende, donde la vida pasa sin saber si ya salió el sol o se ha ido, en ese lugar lleno de gente falsa, gente que no tiene nada y aparenta tenerlo todo, gente que tiene todo aparenta no tener nada y donde los números ya no son los que me aprendí en la escuela porque también son falsos, en este lugar sólo tú, ves lo que nadie ve, tú me ves diferente porque tienes todo el tiempo del mundo para hacerlo. Ves que detrás de mi tono de voz amable hay un grito desesperado  que aclama unas alas para salir pronto de ese lugar.
Luego, después del desahogo  lo miré con mayor detenimiento y mesura,  me di cuenta que ni él quería ser un maniquí ni yo una vendedora de zapatos.

Él me vio  y sabía que yo ya había encontrado también el motivo de su desdicha, me dijo “Olvídate de tus alas imaginarias, son tan ridículas como tu holgado uniforme,  tienes  lo que yo tanto anhelo y que la vida jamás me concederá: un par de piernas fuertes para salir corriendo, una boca que no sabe callarse y que puede gritar que este no es tu sitio,   o al menos NO el que TÚ quieres”

No hay comentarios:

Publicar un comentario